miércoles, 29 de diciembre de 2010

¿POR QUÉ ESCRIBES?

Muchas veces lo han preguntado. Siempre contesto lo mismo y ahora lo comparto con ustedes.

Escribo para mis amigos. Un día, uno de esos amigos de juventud que se han ido lejos, como arrastrado por un fuerte viento del mes de noviembre, pidió que le contara sobre la situación de mi pueblo, mi querido puerto de El Bluff. Solitario en la habitación de un hotel comencé a escribir y surgió sin esperarlo, fluyendo en imágenes y escenas, un relato con pintura reflejando mis añoranzas, penas y deseos sobre el puerto. Terminó solo, sin apurarlo, sin esperarlo. Se lo envíe y recibí felicitaciones de su parte. Lo volví a vivir, dijo. Un día se lo di a leer a una española compañera de trabajo en Ayuda en Acción y, sin hacer más comentarios, a los días me dijo: “vamos a Kukra Hill a una reunión de trabajo, nos encontramos en la Curva y luego nos vamos a El Bluff”. Caminamos juntos por las calles de El Bluff, le mostré mi puerto, su gente y cada sitio se lo describía como en el escrito, un antes y un después. Luego me envió un correo diciendo que había leído nuevamente y que ahora comprendía perfectamente la situación de mi puerto, dándome ánimos para que siguiera escribiendo. Por eso digo siempre que escribo por y para mis amigos y amigas. La fuente de mis escritos es la vida vivida.

Escribo porque al hacerlo me siento libre. Sí, por eso. Al escribir vivo en un mundo diferente. Me escapo de la realidad. Viajo a diferentes lugares, encuentro gente distinta, a veces buena y a veces mala, gente con sueños lindos, con penas, con odio, con pasión, amor, rencor; gente común y corriente como en la vida real, pero con la diferencia de que a ellos los puedo moldear a mi manera, los puedo convertir en personas felices, en desgraciados, en villanos y héroes. La vida real no me permite hacer eso. Si pudiera hacerlo no escribiría. Mi mujer a veces se enoja y dice “vivís como en la luna” y me rió de sus ocurrencias, pero al concluir un escrito ella es la primera crítica y, si ella no está, se lo leo en voz alta a la muchacha que nos ayuda en la casa, después de decirle deja de hacer lo que estas haciendo y siéntate, escucha y dime si a tus oídos les gusta lo que escuchas. Ambas son críticas, dicen si les gusta o no. La imaginación es mi aliada y casi siempre está de mi lado, nunca me abandona porque la lectura insaciable la atrapa, no la deja escapar.

Escribo porque me gusta. Porque escribir se ha convertido en un hábito. Cuando terminé mis estudios de primaria, al graduarme de sexto grado, mi padre me regaló una máquina de escribir portátil, una de esas pequeñas, mecánica. Por muchos años estuvo a mi lado, pero fue en la universidad que descubrí su utilidad. Luego del triunfo de la revolución, la universidad se convirtió en un caos con los planes de estudios y me encontré con que en un semestre debía llevar doce clases, después que las vacaciones se convirtieron para la eternidad. Iba a clases por la mañana, por la tarde y por la noche. Una resma de papel la dividía en tres partes, dándolas a empastar y me llevaba una de ellas para anotar consecutivamente las clases. Al regresar de cada turno pasaba las clases a máquina con copia en papel carbón y archivaba cada asignatura en un ampo. Si debía investigar me iba a la biblioteca y tomaba apuntes para luego pasarlos en limpio por la máquina de escribir, archivándolo en la asignatura y ampo correspondiente. A la hora de los exámenes me iba a los ampos y les daba una leída. Con la participación en las clases, los apuntes, la ampliación de ellos en la biblioteca y la escritura a máquina de los mismos ya había estudiado. Mis compañeros y compañeras de clases, al darse cuenta del motivo de mis altas notas, corrían siempre tras los apuntes pasados por la máquina de escribir para fotocopiarlos y, cuando eso no les bastaba, llegaban a mi casa a que les explicara, a que les diera la clase en una pizarra que habíamos habilitado en el fondo de la casa, bajo unos árboles de almendro; de esa manera seguía estudiando y escribiendo.

Durante muchos años me convertí en escritor de escritorio. El trabajo me absorbía y fui uno de esos escritores de estrategias, de planes, de programas, proyectos, de informes de seguimiento, de evaluaciones, de rendiciones de cuentas. Lo hacía como siempre, pegado en la realidad, con la terminología exquisita que se usa en los organismos internacionales de cooperación, a tal grado que muchas veces ya no era necesario que los “jefes” lo leyeran porque sabían que todo ello era perfecto, dibujado, pintado y convencedor, con completud, sin faltar ningún detalle.

Escribo todos los días. Muchos piensan que es de un tirón, pero no es así. Surge la idea, escribo un párrafo, lo dejo reposar, lo abandono, regreso a él, continúo, salgo, hago otras cosas, pero un angelito anda en la cabeza dando vueltas y vueltas hasta que termino de escribir. En ese momento sucede algo extraño, me da una sensación mezclada de alegría y tristeza. Alegría porque veo materializado el esfuerzo y tristeza porque no deseaba terminarlo.

Escribo porque quiero cambiar la realidad. ¿Qué razón tendría el hecho de escribir si no se aspira cambiar algo? Antes fue la juventud, después el compromiso por una Nicaragua mejor, luego trabajar junto a los pobres y excluidos por la construcción de un mundo justo en la era de la globalización. Ahora, mi nueva trinchera es escribir. Material acumulado hay a montón. La opinión pública fue el inicio y sigue siendo principalmente sobre la situación de mi amado Caribe Nicaragüense. Los diarios han publicado mis escritos, pero no publican todo, lo hacen según sus intereses. Ahora publicó por mi cuenta. Soy un escritor sin paga, libre, sin ataduras que me ahoguen. Trato de despojarme del yo en el homenaje al usted para llamar su atención y que su mente, sus sentidos, emociones y deseos se conviertan en mis aliados. Y lo seguiré haciendo porque creo que lo mejor esta por venir.


Ronald Hill A.
La Colina
Nueva Guinea, RAAS
Jueves, 23 de diciembre de 2010