martes, 8 de enero de 2013

EL PATIO DE MI ABUELA


En el patio de la casa de mi abuela Manuela, en el Bluff, había diversos tipos de árboles y plantas, era un patio lleno de vida. Al fondo, en los límites resguardados por láminas metálicas hechas con barriles de combustible, predominaban los Cocoteros, eran altos y sus frutos tan grandes que debía tener mucho cuidado al jugar debajo de ellos. En ese punto, después del almuerzo, mi tío Pablo —vivía en Bluefields pero trabajaba en el puerto— con machete en mano, partía en dos los cocos germinados para que degustara las porosas, dulces y jugosas “manzanas de coco”. Frente al escusado había un frondoso, productivo y siempre florecido árbol de Limón de Castilla que perfumaba los alrededores. Allí, sentado con la puerta abierta, lo admiraba hasta evacuar el último submarino que elevaba rutinariamente los estratos de depósitos familiares.

No había pasillo ni andén de concreto para llegar hasta el fondo, pero seguía el curso de piedras chatas acomodadas en el suelo que aligeraban el trayecto sobre la pendiente, igual que dos muritos de madera que como acequias retenían la tierra y frenaban el curso de las aguas. Bajando en dirección a la casa, un árbol de Fruta de Pan y otro de Castaño nos cobijaban con sus sombras y, en temporada de cosecha, degustábamos sus frutos: castañas cocidas, calientitas por las tardes y, en el almuerzo o cena, fruta de pan cocida con leche de coco, en rondón o frita en rodajas. Otros árboles generosos de frutos eran jocotes, papayas, marañones, naranja agria, coyoles y caña piña. Con estos la abuela preparaba curbasá con entusiasmo para la semana santa y el resto del año los mantenía en conservas.

En esa parte, arribita de la acequia, al lado derecho, estaba el gallinero. Nunca faltaban los “huevos de amor” para el desayuno ni los antojitos de mi abuelo Felipe —arroz aguado con pollito, su sopita de gallina— porque mi abuela se esmeraba en el cuido y manejo de las aves: cambiaba con frecuencia la cama, mantenía llenos los comederos y los bebederos, y estaba pendiente de las gallinas culecas para empollarlas en los nidos. Más de cincuenta aves eran llamadas por las tardes con una incesante imitación del cacaraqueo hasta que entraba la última. El comportamiento de las gallinas en el gallinero era empleado en los consejos de mi abuela: “la vida es como un gallinero, los de arriba siempre cagan a los de abajo”, repetía sabiamente.

Al lado izquierdo, separado unos quince metros del caminito y del gallinero, había una bodega. En ella se entretenía mi abuelo Felipe, todas las mañanas y por las tardes, después que regresaba de la aduana, revisaba los cachivaches antiguos que allí mantenía. Rafael, el amante de la mar y el río, en las pláticas que ahora añoro, siempre decía que el abuelo se esmeraba con su bodega porque allí escondía sus botellitas de guaro lija, lejos del alcance de mi abuela. Daba vueltas y vueltas a las cosas hasta que anochecía y salía chiflando. “Cuando supo que me iba a casar, me mandó a llamar. Estaba en la bodega, revisa y revisa, acomodando las cosas. Al verme se detuvo y dijo: Ahora sí que la cagaste, vas a coger por obligación”, contaba Rafael.

Luego de ese tramo, después del murito, seguía el de menor pendiente, el más florido del patio de mi abuela. Cerca del gallinero había un árbol de Guayaba, de esas que cuando verdes su pulpa es roja. La abuela lo cuidaba como a la niña de sus ojos y con los frutos preparaba la jalea de guayaba más rica del mundo;  con ella siempre adornaba en vasos de vidrios la mesa redonda del comedor. Bajo la sombra de sus hojas estaba el jardín de plantas culinarias y medicinales: orégano, albahaca, zacate de limón, cilantro, yerbabuena, frijolitos de vara, chiltoma, tomates, yuca, quequisque, guineos y el rey de los chiles: el chile de cabro. Todas se mantenían verdes y florecidas porque con la cama del gallinero los aporcaba y, en los pocos meses secos —marzo y abril— eran regados con el agua del pozo que quedaba al lado.

El pozo era el santuario de mi abuelo Felipe. Desde la cocina lo observaba jalar agua; con la mirada disipada en la profundidad de sus pensamientos escurría el balde de agua en los barriles hasta concluir llenando los que mantenían en la galera donde se lavaba y colgaba ropa a secar. Era un pozo con delantal, brocal y tapa de concreto, y todos consumíamos su agua que brotaba de piedra azul. Desde su casa, mi tío Felipe acarreaba agua para beber, igual que nosotros en la casa de mis padres, situada al lado de la de mis abuelos. “Es el agua más pura del puerto”, decía mi tío Felipe. Con los años, estando más viejo, mi abuelo dejó de jalar agua porque instaló una bomba eléctrica con la que succionaba el agua y llenaba los barriles, lo que le permitía entretenerse más en su bodega.

Al lado izquierdo, en ese mismo nivel del patio, dos grandes árboles nos cubrían con sus ramas. Uno de Manzana de Rosa y otro de Mango, una variedad rara, de fruto redondo y dulce que no recuerdo su nombre. Nunca subí a esos árboles a cortar sus frutos, para ello mi hermana, Indiana, era especialista. En un abrir y cerrar de ojos se subía hasta la cubre, se deslizaba entre las ramas como iguana, y tiraba las manzanas y los mangos que atrapaba con un saco extendido. Cuando mi mamá se daba cuenta que estaba arriba de los palos le gritaba: ¡chavala jodida!, ¡deja de ser chimbarona!, y se bajaba en un santiamén como que nada había hecho.

En unas grandes piedras, azules como el mar, situadas antes de bajar las gradas hacia la cocina de mi abuela, nos reuníamos por las tardes bajo las sombras de los árboles. Todo el patio era un mundo lleno de vida, de juegos y entretenimiento porque a los chavalos nos ponían a rastillar y recoger la basura que se generaba por la acumulación de hojas. Era un patio productivo y recreativo, aunque en esos tiempos nadie hablaba de “economía de patio” o de “hambre cero”; menos aún de que se recibiera apoyo del gobierno. No señor, nada de eso, para apoyo bastaban las ganas de cuidar y ver florecido el patio de mi abuela.

Lunes, 07 de enero de 2013.