domingo, 24 de septiembre de 2017

UNA HISTORIA QUE CONTAR


Llevaba tres horas subiendo la ladera oeste del cerro Silva. Es una de las tantas cosas que tengo en una lista de pendientes en mi vida. Desde ese punto se observa la inmensidad de la llanura caribeña porque no existe otro sitio más elevado para ver su majestuosidad y disfrutar las cosas sencillas que nos da la vida. Una recompensa única por el esfuerzo a la edad de sesenta años. Don Pedro, el guía, un campesino, me animaba. Insistía diciendo que no abandonara la meta de coronar la cúspide después de cabalgar varias horas desde San Pancho. Estaba a punto de tirar la toalla y mi teléfono móvil comenzó a sonar desde esa altura por la señal de una de las empresas que tienen una pésima cobertura en la mayor parte de los sitios caribeños.
Vi en la pantalla un número desconocido y respondí después de sacar el móvil de la mochila que cargaba en mi espalda. Una voz de mujer preguntó indicando mi nombre.
“¡Sí!, ¿quién habla?”
“Lo llamamos del INSS… ya tenemos la resolución de su pensión. Le invitamos a que se presente a la mayor brevedad en nuestras oficinas de Nueva Guinea. Es urgente que lo haga”.
Recorrí con el pensamiento una secuencia de imágenes después de decirle que lo haría.  Recordé mi primer trabajo en la Booth de Nicaragua, los años que trabajé en la empresa de Conejos y que viví en El Cañón con mi mujer y mis hijos pequeños, la empresa Avícola, los años que trabajé en el MIDINRA y el Gobierno Regional de la entonces V Región, y los últimos catorce años que laboré en Ayuda Acción hasta el año 2007.
“¡Don Pedro!, ¡tengo que regresar!”
“No me diga, ya estamos cerca”.
“Es algo importante, voy a subir otro día”, respondí y comenzamos a bajar la ladera. En el trayecto le conté la historia a Don Pedro.
Al llegar a casa, seis horas después, le di la noticia a mi mujer. Dijo que había salido rápido mi resolución y se mostraba contenta. Al día siguiente fui a las oficinas del INSS. Una mujer me atendió de inmediato y después de explicarme ciertas cosas me entregó un cheque. “Le salió bonito”, dijo. Al ver la cifra me di cuenta que tenía razón y me sentí contento. Estaba tan contento que llamé a mis mejores amigos para contarle la historia y recibí sus felicitaciones. “Somos pocos los que aguantamos tanto”, dijo uno de ellos.
Por la noche le envié un mensaje a uno de mis amigos.
 “Entonces, te tengo una historia que contar, ¿dónde nos vemos?”
“¿Y ahora qué te pasó? Mirémonos cerca de mi casa, en el bar de al lado”, respondió.
Diez minutos después me encontraba en el bar de al lado de la casa de mi amigo. Saludé a varios conocidos y uno de ellos me invitó a su mesa donde estaba con su mujer y otro amigo. “Viejo, acompáñanos”, dijo y me presentó a su esposa. No la conocía. “Tienes mucha suerte”, le dije.
Conversamos de diferentes temas y al rato apareció mi amigo. “Ideay viejo, me hubieras llamado”, dijo y se unió al grupo.
Mi amigo dijo que tenía mucho tiempo de no verme, que me había perdido. “Sólo de vago vivís”, dijo. Le conté que ya estaba jubilado y que me daban un cheque de pensión vitalicia. “No jodas viejo, te felicito. Te lo has ganado, yo sé lo mucho que has trabajado y ahora tenés que disfrutar de la vida, lo que te queda, y cuidarte”. “Pero contamé como estás, me di cuenta que tienes otro hijo y de seguro estás contento, feliz”, respondí y noté que los otros que estaban en la mesa conversaban entre ellos sin seguir nuestra platica. Mi amigo guardó silencio por unos momentos.
“Mirá viejo, vos estás como estás por tu mujer. Sin ella no estuvieras aquí, al saber por dónde estarías viviendo, talvez en malas condiciones, ella te ha salvado la vida”, dijo.
Tiene razón, pensé. “Pero vos estás bien, tenés tus negocios, una mujer linda y mucha vida por vivir”, respondí y guardó silencio.
 “Ya no aguantó a mi mujer. Ya no la quiero. Me voy a divorciar porque es una víbora, es una barba amarilla enrollada, ¿las has visto verdad, conoces las barba amarilla?, me hace la vida imposible”, dijo.
“Vos sabes cómo son las mujeres, son sensibles, son celosas, quieren tener toda la atención de parte de nosotros, tenés que buscarle el lado débil y por allí esforzarte, no es muy difícil”, le dije.
“No jodas Viejo, si supieras todo lo que he hecho. No puedo, ya no puedo”, dijo.
Diablos, pensé, debe vivir en un infierno, en la casa del perro, en el dog house, como decía White Bush.
“Entonces qué es lo que quiere”, pregunté.
“Joderme la vida, hemos llegado a putearnos, hasta a los golpes. Me voy a divorciar porque así no puedo seguir”, dijo.
“Bueno, no la pienses dos veces”, le dije y cambié la conversación porque me di cuenta que estaba desesperado.
Busqué motivarlo invitándolo a que un fin de semana hiciéramos un viaje a la playa de El Tortuguero, al rancho de Javier Benavides en El Bluff, y platicamos de diferentes temas. La mujer del amigo que me invitó a la mesa comenzó a cantar en el karaoke del bar y noté que tiene una dulce voz. Me entusiasmé y luego canté Let it be.
A las once y media de la noche el amigo que estaba con su esposa nos invitó a acompañarlos a su casa, dijo que allí podíamos tomar cerveza y pasar un rato agradable. Todos aceptamos la invitación, pagamos la cuenta y nos dispusimos a partir.
Los tres amigos que estaban en la mesa se fueron en un vehículo y mi amigo me acompañó al parqueo para abordar mi jeep. Me detuve en la salida esperando que la vía se despejara. Repentinamente, sin saber de qué lado salió, la mujer de mi amigo abrió la puerta del jeep. Lo tomó del cabello, lo jaló tratando de sacarlo del jeep. Le dijo cosas horribles y lo golpeó varias veces. Mi amigo no reaccionó. La mujer logró sacarlo de jeep casi cayendo en la calle.
Me bajé del jeep tratando de evitar el escándalo en la vía pública.
“Usted no se meta, el problema es entre nosotros”, dijo la mujer a gritos partidos.
“Sí Viejo, sí Viejo, no voy a acompañarte, otro día seguimos platicando”, dijo mi amigo.
No dije ni una sola palabra y partí hacia la casa del otro amigo. Allí departimos un par de horas y al verlos tan felices pensé que yo también era un hombre dichoso y que de nuestro tipo muy pocos existen.

martes, 19 de septiembre de 2017

LAS VACAS DEL MANDADOR


Las Vacas del Mandador, así le llamaban a Juan Huerta porque ese era su oficio en la loma del faro, se paseaban por todos los caminos posibles del puerto. Pastaban en los alrededores de la planta de la Booth, cerca de las casas de la Colonia, a los lados de la pista de aterrizaje, en el tramo de carretera que comunicaba la planta de procesamiento con el muelle de los barcos pesqueros y alrededor del pozo del taller de la aduana donde se entretenía Orlando Lacayo con Juan Ramón Acosta brindándole mantenimiento a los motores fuera de borda que usaban en la panga que trasladaba al coronel Peters a Bluefields en sus misiones administrativas y amorosas, y a la planta eléctrica de la aduana que brindaba energía eléctrica a las casas de la aduana. Los dos eran indulgentes con las vacas y siempre sacaban agua del pozo que quedaba al lado del taller donde les dejaban dos cubetas llenas de agua para que calmaran la sed.

Uno de los lugares preferidos de las vacas del Mandador era la loma del parque. ¿Por dónde subían a la loma? No podían subir por las gradas del parque que desembocaban frente a la aduana al recorrer parte del andén después de subir frente a la casa de los Allen porque Pilito, un empleado de la Aduana, corría detrás de ellas para regresarlas. El único lugar posible era por la subida de la parte sur de la loma y que al bajarla salías frente al Vietnam. Una vez coronada esa subida del sur de la loma, se apreciaba el tanque de agua de la casa del coronel Peters y a la izquierda una casa de la guardia que tenía a su lado una pequeña celda. Desde ese punto se admiraba la playa del Tortuguero, la loma del faro, las casas de la Colonia y el muelle de los barcos pesqueros de la Booth. Entre la subida y el muro perimetral de concreto que protegía la casa del coronel predominaban pastos y matorrales que las vacas del Mandador aprovechaban pastando por las tardes. El caminito que bordeaba la derecha del cerco perimetral era frecuentado por chavalos del puerto en búsqueda de mangos, marañones y de la diversión que obtenían en la explanada del parque y su plazoleta cubierta de grama.

—Qué lindo se mira Bluefields desde aquí —dijo el chavalo flaco que calzaba unos burritos Adoc.
—Sí, el azul del cielo en la bahía se refleja en sus cerros —confirmó el chavalo chirizo que lo acompañaba.

Subieron las gradas azules de la explanada y se treparon a una jardinera aérea de concreto para tener una mejor visión del paisaje.

—¡Mirá que lindo!, ¡mirá los barcos, parecen botecitos de papel! —señaló el Flaco hacia la bahía en dirección a Half Way Cay.
—Mirá para este lado, mirá los botes de canalete de los pescadores que pescan con tarrayas frente a la isla de Miss Lilian —dijo el Chirizo.
—Todos son de Bluefields, a ningún Blofeño le gusta tarrayar —contestó el otro.

Y así, observando el paisaje y conversando sus ocurrencias fue pasando el tiempo.

 En raras ocasiones se miraba gente en los alrededores del parque con excepción de Leónidas, Masayita, Tiquitito y Victoriano que compraban sus botellas de guaro lija donde doña Rosa Emilia y seguían el camino después de hacer chambas trasladando carga a las casas de los que llegaban de Bluefields. Otros eran jóvenes parejas clandestinas en busca de privacidad al natural. El día de navidad era el más concurrido del parque por los habitantes del puerto porque el coronel Peters le celebraba a lo grande el cumpleaños a Margarita, la hermana menor de los Allen que padecía síndrome de Down, y todos eran invitados.

Desde lo alto de la jardinera el Flaco y el Chirizo vieron que Masayita, Victoriano y Tiquitito entraron a la explanada y se sentaron en una de las bancas.

—Quédate callado, no hagas bulla. Miremos lo que van a hacer —dijo el flaco bajando la voz.

Los tres se sentaron en la banca adherida al muro que retenía la grama de playa, unos veinte escalones antes de subir a la jardinera donde el Flaco y el Chirizo estaban acomodados disfrutando de la brisa y admirando el paisaje.

Masayita sacó de su abdomen dos botellas, una botella de guaro lija y otra de agua que las sostenía de la faja. Tiquitito puso en la banca dos mangos celeques y Victoriano una bolsita con sal.

—Yo primero —dijo Masayita y se empinó la botella.

Victoriano y Tiquitito se quedaron en silencio con sus ojos llorosos de ganas al ver las burbujas en la botella. Victoriano escupió, le untó un poco de sal al mango y le dio un mordisco.

—¡Clase de trago! —dijo Tiquitito y dio un escupitajo chirre en el piso azul de la explanada.

Masayita sacudió su cabeza y se puso de pie. Era el más pequeño de los tres y Tiquitito los doblaba en altura. Se remangó el pantalón con una mano y escupió.

—Ahora te toca a vos —dijo dirigiéndose a Victoriano y le cedió la botella.
—Ve que lindo —dijo Tiquitito —, sólo trajo sal, va de segundo y es glotón. Dale suave—agregó.
—Mirá, mirá, allá vienen las vacas del mandador —dijo en voz baja el Chirizo, dirigiéndose al Flaco al ver que las vacas entraban a la explanada por el mismo camino que todos habían recorrido minutos antes.
—Shiii, shiii—expresó el Flaco golpeando sus labios con un dedo.

Masayita estaba de espalda a la entrada mientras Tiquitito observaba a Victoriano echarse el trago, un trago largo, con un volumen equivalente a tres sencillos que provocaba largos movimientos en su manzana de Adán y, al hacerlo, vio a las cinco vacas del mandador que entraron a la explanada dejando sus plastas de mierda regadas en la loseta azul.

—Las vacas del Mandador —dijo Tiquitito señalándolas.
—Ordeñémoslas —dijo Masayita.
—Sí, sí, así pasamos el trago con lechita —propuso Victoriano.

Los tres se dispusieron a cortarles el paso con la intención de ordeñarlas. Masayita corrió a la entrada, Victoriano hacia la bajada norte del parque y Tiquitito se quedó frente a ellas.

—Ayudémosles —dijo el Flaco.
—Sí, yo también quiero leche —dijo el Chirizo y se bajaron de la jardinera.
—¿Y ustedes de dónde salieron? —preguntó Tiquitito.
—Les ayudamos si nos dan leche —dijo el Chirizo.
—¡Va pues! —respondió.

El Flaco y el Chirizo corrieron hacia ellas con el fin de atrapar a una pero se espantaron y corrieron en dirección hacia Victoriano que trataba de detenerlas para que no se escaparan por la bajada del parque pero fue imposible que las vacas se detuvieran, aun cuando Masayita y Tiquitito pegaban gritos como verdaderos cowboys en una estampida para que se dirigieran hacia la explanada nuevamente.

Abajo, en el portón de la Aduana que tenía acceso al andén del puerto, se encontraba Pilito. Desde allí escuchó los gritos que daban y dio aviso a los otros empleados que salieron ante el bullicio. Al verlos abandonar sus escritorios el coronel apresuró su andar taciturno hacia el portón.

—¿Cuál es el es-cán-da-lo? —preguntó el coronel con su voz baja y entrecortada al asomarse.
—Unos vagos querer bajar vacas del mandador desde allá arriba —respondió Pilito en su español machacado.
¿Có-mo? —preguntó el coronel tratando de ver hasta la cumbre de las gradas.
—Arriándolas mi coronela, por eso gritar, gritar mucho.
—Las va-cas no pue-den, no pue-den ba-jar gra-das, es an-ti na-tu-ral pa-ra ellas, las van a des-nucar —explicó el coronel.
—¿Por qué? —preguntó uno de los empleados.

El coronel explicó al grupo, con su forma de hablar, que las vacas evitan caminar abajo en las escaleras porque la pendiente y la estructura de las escaleras no se encuentran en la naturaleza y que solamente se adaptan a las proporciones humanas de la pierna. La pendiente media de una escalera es de 35 grados, por lo que los seres humanos pueden caminar por ella sin pensarlo. Las vacas, por el contrario, tienen una distribución de peso y una estructura ósea mucho más diferentes por lo que es difícil para ellas moverse de la misma manera. También les dijo que cualquier animal con una masa corporal como la de una vaca tendría dificultades para ir cuesta abajo en una pendiente de 35 grados. Agregó que por el peso de una vaca, el miedo del animal de caminar por las escaleras es racional. Dijo que los cuellos de las vacas son mucho menos móviles y que cuando se inclinan tan hacia adelante se les hace difícil ver hacia el frente, algo que instintivamente evitan y, si se les obliga a ello, pueden resbalar y desnucarse.

—Esos vagos las van a desnucar —dijo uno de los empleados al escuchar los argumentos del coronel sobre las vacas y las escaleras.
—Coronela, yo ir a evitar desnuque de vacas —dijo Pilito y salió corriendo hacia las gradas del parque.
—Va-yan, va-yan us-te-des tam-bién —les dijo el coronel a los otros empleados que miraban a Pilito subir pegando gritos para que dejaran de arrear las vacas por las gradas del parque.

Las vacas se resistían en la última estación de descanso, antes de coronar la subida hasta la plazoleta de loza. Al ver a Pilito y a los otros empleados de la aduana que subían gritando que no las siguieran arreando, Masayita, Tiquitito y Victoriano salieron corriendo hacia el camino en dirección a la bajada del Vietnam mientras que el Flaco y el Chirizo corrieron en dirección opuesta, buscando el árbol de Guanacaste cercano al pozo de doña Marianita para evitar ser atrapados por los empleados de la Aduana.

Después de ese incidente, de la travesura del Flaco y el Chirizo en conjunto con Masayita, Tiquitito y Victoriano, todos los habitantes del puerto se dieron cuenta que a las vacas nunca se les debe arrear cuesta abajo en unas gradas, mucho menos en las gradas empinadas, azules como el mar, que te permitían subir al parque de la loma donde vivía el coronel. Por ello, las vacas del Mandador siempre se encontraban pastando en la loma sin ser molestadas por los pobladores del puerto.

15/09/2017

EL BLUFF: ORIGEN DEL NOMBRE Y PRIMEROS POBLADORES

Si traducimos la palabra Bluff vemos que significa, en términos geográficos, risco, peñasco, acantilado o despeñadero, pero también significa fingir, aparentar, engañar. Ambos significados tienen validez para esclarecer el nombre de El Bluff. Por un lado vemos, conociendo su geografía, que al navegar hacia el puerto por su parte sur, solamente se observa un gran acantilado, y por otra parte, si un navegante entra por primera vez, se lleva una gran sorpresa al admirar la belleza del paisaje al adentrarse en la bahía pasando por la barra del puerto.

Según Juan Ramón Acosta, en su libro El Bluff de doña Luz y sus cuentos fieros, “su nombre se debe a la ubicación geográfica y no de un nombre  expresamente escogido y que represente otra cosa en el mapa de Nicaragua. Es mal llamado el antepuerto de  Bluefields, porque tanto el uno como el otro es un puerto en sí, nada más que de diferente función. Hay que tomar en cuenta que la palabra  Bluff significa en cualquier diccionario,  entre otras cosas, un punto geográfico cuya particularidad relevante consiste en que es una colina escarpada, que tiene por un lado, la influencia del mar y, por el otro, la influencia de un rio. En el caso del Bluff concurren ambas cosas, ya que  el remanso de su bahía es la desembocadura natural del río Escondido y por el otro lado, está el mar abierto”.

Doña Luz Gómez, conocida como mamá Luz, fue una persona humilde, pero chispeante y dicharachera, manejando siempre a flor de labio esa manera muy particular  de decir las cosas y cuya gama de valores y forma de expresarse, heredó a su hija, doña Leonor Gómez. Doña Leonor quiso contar un día la historia del Bluff con una parte de los recuerdos de su Mama Luz con su personal aportación, pero falleció en Corinto y le tocó a su hija Dora Luz Gómez, hacer el relato de los cuentos fieros acaecidos en el Bluff, que no son más que el reflejo de su pueblo hasta el año 1974, fecha en que se trasladó con su familia al puerto de Corinto.

En los albores de los años 40 del siglo pasado se comenzó a consolidar la población en el Bluff y el panorama era desolador. Había ya algunos pobladores que Doña Luz, también una de las primeras, ya conocía, entre ellos los siguientes:

Juan Huerta: Era conocido como el mandador debido a que ejercía esa labor en El Cocal, propiamente en la parte donde se encuentra ubicado el faro. Según doña Luz, ocupa uno de los cinco lugares en la lista de primeros pobladores. Fue empleado de la familia Bustamante desde que llegó al Bluff desde su natal Kurinwas. Juan Huerta y su esposa tuvieron tres hijos: Evaristo, Victoriano y doña Eulogia, muy conocidos en el puerto.

Los Bustamante: Son los miembros de una familia muy conocida tanto en Bluefields así como en el Bluff, destacándose entre ellos, la insigne maestra Doña Carmelita Bustamante, quién alfabetizó a muchos de los nacidos en el puerto y, por tal hazaña, merece el título de hija dilecta. Doña Carmelita siempre recordaba que su alumno más difícil fue Silvio Lacayo Marenco, el popular Macho Silvio, quien en un abrir y cerrar de ojos de la venerable maestra, se le escapaba en un cayuco de los Sambola, rumbo a la isla de Miss Lilian a ver a una novia.

Otros notables pobladores de antes de los 40 fueron don Abraham Rodríguez, conocido como Tapalwás, por ser originario de un poblado chontaleño con ese nombre; Míster Abraham Sambola, que al igual que Doña Gloria Cardoze  y Doña Esther Carvajal, también se cuentan entre los primeros pobladores. Otra insigne dama que debió ser declarada hija dilecta del Bluff, fue doña Rosa María Gómez, la popular comadrona del puerto, quien con destreza jaló la cabezota de muchos, quienes solo a dar guerra vinieron a este mundo.

Doña Luisa Sandino, hoy difunta al igual que su marido, el coronel G.N., Isidro Sandino, siempre dijo que el Bluff era el lugar donde hasta el viento se detenía. Ella perenne se mantenía en una banca bajo un frondoso árbol de Almendro que quedaba frente a la agencia aduanera de Pedro Joaquín Bustamante, cuyo staff estuvo compuesto por Jimmy Wilson, Pablo “El Turco” Alvarez y Zoilo “Kansas City” Carrasco. Doña Luisa era una persona muy chispeante y afable, que se mantenía  con su característico cigarrillo en la boca y la crítica penetrante y mordaz a flor de labio. Vivía echándole un ojo a las gradas del muelle frente a la casa de la Juana Angulo, para ver quién osaba pasar ante su presencia. El coronel Sandino y doña Luisa vivieron su momento de gloria cuando en 1973, el coronel Brenes Luna fue retirado del ejército en franca jubilación, por lo que Sandino en ese entonces con grado de capitán, pasó a ser el comandante de la plaza militar del Bluff. Fue ascendido al grado de teniente coronel y trasladado a Corinto en 1976 como jefe del cuartel militar de ese puerto, desde donde salió huyendo con sus tropas hacía El Salvador en 1979, al triunfo de la revolución popular sandinista.
   
Contaba doña Luz, que la verdadera historia del Bluff comienza con el nombramiento de Alejandro Peters Vargas como Administrador de Aduanas, con todo y su título de dedo de Coronel y su uniforme tan almidonado que parecía una estatua cuando se ponía de pie. La llegada de Peters al Bluff ocurrió allá por el año de 1918, según documentos recabados de la época y de ello se infiere precisamente, de que Peters recorrió el terreno desde Cabo Gracias a Dios hasta finalmente asentarse en el Bluff. Siendo Hernán Cortez, el famoso Piarrocha, todavía un mozalbete allá por 1934, quien cuenta que estuvo con su padre por el Bluff y conoció a Peters, que en ese tiempo ya era casi un sesentón. Piarrocha, auto calificado como gringo-caitudo, señalaba que Peters se la daba de arquitecto e ingeniero y fue quien diseñó las estructuras del muelle, las famosas gradas y el parquecito que daba con su casa, ubicada en la mera loma del Bluff. Por la aduana pasaron dos administradores antes de Peters: Fritz Halsall y Frank Sequeira, el marido de Doña Mariíta Bustamante y es conocido, que Peters, hijo de un inmigrante alemán, fue el que ganó fama y fortuna. Entre el staff del coronel Peters en la aduana del Bluff, catalogados como fundadores, se pueden contar a Charles Bacon, Rafael Montero, Steven Sambola, Ernesto Morales, Alberto Gómez, Juan Bautista Lacayo, Santiago Bermúdez, Orlando Lacayo, Bertie Downs, Abraham Sambola, Alonzo “Allie” Allen, Felipe Alvarez y su hijo Felipe Alvarez Alvarado.

Al margen de cualquier consideración al respecto, alguna inexactitud, debe achacársele a la bola de años que tenía Doña Luz al momento de hacer sus cuentos fieros de El Bluff, dice Juan Ramón Acosta.